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Sostenible

Mi generación creció con una cierta conciencia ecológica: las campañas contra los incendios (Si el bosque se quema, algo tuyo se quema), la incorporación del reciclaje (vidrio primero, luego papel), la reforestación o la limpieza de los espacios naturales nos resultaban familiares: aún así con el tiempo hemos desarrollado una conciencia culpable. Algo, por cierto, muy característico de esta franja de edad, más cómoda cuando aceptamos responsabilidades que cuando marcamos límites. Hemos incorporado la creciente preocupación por la invasión de plástico, el calentamiento global y la contaminación de los océanos, por citar solo las tres últimas tendencias en comunicación ecológica, con la misma angustia y con idéntica impotencia que en la infancia. 

Y sin embargo, muchas cosas han cambiado: si hace un par de décadas el cuidado del planeta parecía relacionarse directamente con la conservación de la naturaleza, en la actualidad son nuestros hábitos de consumo urbanos los que pueden marcar una diferencia. La destrucción del medio ambiente no ocurre lejos, sino que se produce con nuestras elecciones de consumo y el estilo de vida elegido: desde el uso de una toallita desechable al rechazo de las bolsas de supermercado, la educación para la preservación de la Tierra se está llevando a cabo de manera veloz y muchas veces ineficaz. Sobre la marcha y sin un destinatario claro.

¿Cómo generar y beneficiarse de un consumo que no sea devastador, pero que genere ganancias? ¿Cómo proteger nuestro patrimonio de un turismo voraz, ignorante y barato? ¿Cómo puede combinarse una vida contemporánea, en un sistema capitalista aliado con la obsesión española por las apariencias y las muestras de estatus? Los cambios radicales que resultarían imprescindibles no van a darse. No hay tiempo, ni ganas, ni empeño. Mientras gobiernos e instituciones hacen poco, o nada, la presión para que como consumidores sustituyamos aquello que no nos permiten conseguir como ciudadanos aumenta. Hay al menos algo bueno en esta política de ojos cerrados y de profunda hipocresía social: la sensación de que algo está en nuestra mano, de que una elección pequeña (qué comprar, que reciclar, que reutilizar) contribuye a construir o a contaminar. Frente a nuestra pequeñez ante la inmensidad de la destrucción, frente al egoísmo legítimo de vivir de acuerdo a lo que nos han enseñado que es lo correcto tenemos esa libertad: la de comportarnos de la manera más coherente posible, con la certeza de que incurrimos constantemente en contradicciones, y de que el ejemplo y la acción común son muchas veces las semillas de acciones mayores. 

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Ciertos sectores se encuentran bajo sospecha de manera habitual: los libros y la prensa, que han pasado a imprimirse en papel reciclable, y que conviven con el invisible formato digital. La moda y el calzado, con la descentralización, los tintes, el sistema de producción, los bajos salarios y la materia prima. No son las empresas más contaminantes, pero carecen del peso de otras, o sencillamente, concitan más interés que los grandes monstruos transversales e intocables. La alimentación genera también fricciones y conflictos. Ecológica u orgánica, de proximidad, de temporada o, por desgracia, la más barata. La vida sostenible resulta, en ocasiones, un privilegio. Una dictadura más, que, con una innegable buena causa, arroja un peso mayor sobre quienes menos deberían llevarlo. Se acercan tiempos interesantes: intentemos mantener una cierta cordura orientada hacia la dirección correcta. 

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Llevo una túnica de la colección Committed by Mango; Commited es la apuesta de la marca por crear una moda más sostenible, con una estética atemporal y modelos como Vivien Solari que no obedecen en la tendencia de extrema juventud habitual. Algodón reciclado y ligero que encaja bien con el bolso de rafia en apariencia delicado pero de una resistencia mayor que la sospechada. Llevo unos pendientes dorados con una concha, también de Mango.  A su vez, las cuñas verdes son de factura española, de Kanna, una marca que conocí como Embajadora del Yute de Caravaca. Todos sus procesos de fabricación, y en el caso del calzado, son muchos, se llevan a cabo de manera local, y con artesanos de la zona que dominan el punto de ojal, clave para estas cuñas inspiradas en las alpargatas.  

Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez